Cualquier parecido con la nostalgia, es mera coincidencia.


Pedro Alfonso González Ojeda

Imagínense que llega el sábado por la tarde, la semana fue un total cambio de climas pero más que eso, hubo noticias alarmantes unas, irrisorias otras y las menos, favorables, de esas que nos hicieron el día o la tarde pero no la noche. Un asteroide que pasó cerca de la tierra sin siquiera saludar.  Balaceras por doquier.
 En ese tenor pasó la segunda semana de febrero, y hoy, que llega el sábado diez, acurrucado en el sofá más cómodo de la casa donde mis huesos han dejado alguna huella, diré que estuvimos gozosos en Santa María del Río, conviviendo en grato festejo donde se reúnen familias de antaño y otras que integrarán el nuevo San Luis. Mis recordares, -si es que el término me lo permite la academia de la lengua-, porque no me da la gana decirlo de otra forma, van así: 
Hoy, de regreso a mi hábitat, donde están mis libros, mi pluma y la historia que me gusta contar; aprecio con cariño lo que la cantera hizo por mi patria chica. Que si a la sazón, los potosinos del porfiriato hubieran pensado que se construiría un edificio de tal belleza para albergar a la peor ralea del territorio central del país, por encargo y reclamo de una sociedad afrancesada, no lo hubieran creído. Máxime que le diera este edificio hospedaje a un Presidente de México que tuvo a la ciudad por cárcel -y de noche crujía hotel. Don Francisco I. Madero, se pasaba de día en sesudas elucubraciones de cómo darle forma al proyecto antirreleccionista de Porfirito Díaz,  pero que nunca se abstuvo por las tardes de invitaciones y cotarros con la sociedad conservadora de este cantero pueblo. La casa penitenciaría de Don Panchito Inocencio Madero, cuya construcción es también de reminiscencia francesa, es hoy Centro de Las Artes. No lo creeríamos, mucho menos lo hubieran aceptado aquellos ciudadanos del viejo San Luis de chistera, levita y gran bigote. 

Por esas fechas 1888 o quizá un poco después, uno o dos años, mis abuelos maternos se casaban en Ciudad del Maíz. Don Juan Ojeda y Doña Elodia Saldierna Perea, cuya foto a la derecha rescaté del acerbo familiar en alguna noche de plática y desvelos, cuando niño que parecía dormido, escurría mis manos inocentes hacia el arcón de la tía Catalina para sustraer sin arrepentimiento alguno, esta y otras fotografías que dieron pié y forma a las historias que escurrían desde esa época hasta la post revolucionaria y que hoy, en esta noche nostálgica traigo para ustedes.

Mis tías hermosas, Cata, Elena y la madre que me parió, María, platicaban hasta que la ojera les pesaba, de los aciagos años en que Mamá Yoyita, como le decíamos a la abuela, trajo ya viuda a los cinco chiquillos en colotes colgados a ambos lados de los lomos de acémilas hacia la promisoria ciudad que les daría albergue. La tía Lola que no conocí y el tío Manuel, que si tuve el gusto y quise, fueron la prole restante. Siendo más pequeños, llegaron a ésta, muy pellizcados y regañados por doña Elodia que trataba de mantenerlos callados para no ser descubiertos por los revolucionarios que incesantemente cruzaban por los ranchos y veredas del viejo camino a la capital.

El San Luis de invierno e la foto, nos remonta a esos años; las calles eran amplias para carretas o carruajes angostos y hoy es al contrario; ya daba fehacientes muestras del urbanismo delicioso y ornamentado por adoquines que aún no se birlaba ningún alcalde o alcaldesa de la ciudad. La gente de otrora soportaba tanto el frío como la lluvia sin resguardo alguno, más cubiertos por la esperanza de una mejor vida, tocados por el amplio sombrero y el reboso a prueba de llovizna, chamacos e inclemencias que sellan para siempre al México de ayer, hoy y mañana.
Esta fue la ciudad de mis ancestros cercanos. ¿Cómo no se iban a enamorar de este terruño? 
Conocí desde muy pequeño la verdadera estación. Don Porfirio presidente vino a inaugurarla con todo y tren. Las carretelitas a manera de taxis iban y venían con la gente para dejarles al pie de la vía. Personas que disfrutaban de la modernidad cuyos destinos variaban ya entre el ramal a todo el estado como a los vecinos que Tito Guízar cantóles a diez, además de la corrida a la Ciudad de México. Terminal ferroviaria modesta que casi muere al final de los cuarenta, cuando el Art Decó ciñó la vieja Alameda con la refulgente nueva estación. Pero aquella tan de piedra como resistente, permitía a los potosinos ir de madrugada a la capital del país en el tren llamado autovía. A la usanza europea, acostados en camarote. El Pullman que venía desde Laredo Texas atendido por personal de albas filipinas y negra piel, cuya sonrisa brillaba en la mortecina luz del vagón, tan acostumbrados a los jalones que la máquina imprimía a los carros tanto de primera y segunda, como a los dormitorio. Ellos,  los conductores no se caían. Papá solía subirnos medio dormidos, nos dejaba entre inmaculadas sábanas, se iba con mamá al carro bar y al comedor. El tío Manuel, acompañante constante de esas odiseas y trabajador consentido de los ferrocarriles nacionales, además de lidercillo sindical de esa gloriosa institución mexicana (Hasta que el imbécil de Salinas de Grotari, le de dio mate en un exabrupto de maricón irredento), no se separaba de mi padre y de tema en tema, la plática les seguía como perro faldero hasta las seis o siete de la mañana. Pero en esos ayeres, acompañarse del tío fue benéfico pues papá y familia, viajábamos con sempiterno pase derivado de su atingente cuñado. Hoy, el único tren que veo a menudo, es el de plaza Tangamanga, que no deja de ser feliz y simpático.

La iglesia de los Carmelitas que se yergue hermosa, estuvo fue testigo de una multiplicidad de jardines y plazas que fueron desfilando desde el término de su construcción, hasta la fecha. Es para mi, otra reminicencia básica del correr de los años que hoy le dan forma a mi carácter despreocupado. Los primeros cincuenta años de la mole de cantera sacra, fueron vecinos de una pobre plazoleta sin chiste que no se vio favorecida con lo que doña Getrudis Maldonado Zapata dejó en herencia para rematar la obra, pues su hermanito manejó mal los peculios del patrocinador queretano. Un siglo después o tal vez un poco más, en virtud de ser un sitio con buen afluente, se construyó el remedo de una plazoleta con un pozo cuyo armazón parecía más bien petrolero que acuífero, que no engalanaba la iglesia, más bien la opacaba, aunque se habían construido fincas aledañas de bien trazada calle con banquetas y guardas muy en contexto con el templo. Este, adornado al frontis con unos jardincillos pintorescos bajo poco o nulo cuidado de los frailes Carmelitas, que en ese entonces estaban más ocupados en defender las escasas limosnas que el pueblo les escamoteaba prefiriendo dar a los Jesuitas y Agustinos de tradición más arcaica que a los hijos del Carmelo, que siempre anduvieron a la cuarta y descalzos para acabarla de amolar.

Con el tiempo,  en virtud de la loca modernidad cincuentera se erige otra plaza más. De cantera, con una fuente más espléndida que funcional, recordaba a una herradura flanqueada por sendas rampas donde la chiquillada se deslizaba alegremente convirtiendo los pantalones en jirones de tela para pena económica de atribulados padres de familia. Esta plazoleta del carmen, como le conocimos, fue totalmente de mis quereres. La recorrí, la disfruté miles de veces pues mi padre tuvo frente a ella su negocio. No voy a ahondar en lo que Rocha Cordero, gobernador del Estado y su picota modernista le hizo a nuestra placita. Acabó con ella y acabó con la salud de papá, que pudo ver con lágrimas atribuladas el derrumbe de su modus vivendi y de toda una cuadra edificada en tiempos de la construcción de la majestuosa iglesia. Se erigió ahí, la actual plazoleta que deja ver monumentos menos antiguas pero hermosos y emblemáticos de la ciudad. el Teatro de la Paz y la fachada norte del museo de la máscara, que no existía, esa pared estaba ocupada por fincas "viejas solamente", casi sin importancia, eran de 1796...o sea. 
Bueno pues ya que.

Para los chamacos de las postrimerías del cincuenta e inicios de la sexta década del siglo XX, el Cine Azteca tuvo marcada impronta en la crisálida de nuestras vidas. Prohibido por nuestras familias que sentían que su San Luis era una cara pertenencia y cualquier otro ser ajeno a sus círculos sociales podría manchar nuestra inmaculada alma de niños"güenos" No sabiendo los pobres padres que ya sofocábamos gemidos en boquita ajena y veíamos en el Azteca las películas más en C que pudieran ellos creer. El chiste para burlar la crítica de las hijas de la vela perpetua y los Caballeros de Colón, era ir los martes por la tarde. Dos pesos a la señora expendedora de los boletos y un peso al portero, eran suficientes para hacerse de la vista ya no tanto gorda como ciega. Cantidad que provenía directamente de los cambios o de algún favor que nuestra esclavitud de hermanos pequeños devengábamos en casa. Ya en la preparatoria, y con novias bonitas, el cine de la plaza, y el Othon pasaban a segundo plano. Qué les digo al ingreso de la Facultad de Medicina; se acabaron las tardes de cine. Ocasionalmente el Avenida nos recibía como incómodo departamento para dormir a pierna suelta. Ahora la novia en turno sofocaba nuestros atronadores ronquidos.

Tanto antaño como ahora, algunas cosas han cambiado poco. Seguimos siendo un bello pueblo bicicletero. Aún se ven carretas tiradas por mulas. Ejemplo más fehaciente el Congreso del Estado. Marchantes con canasta para la venta de semillas de calabaza, los hay en cada esquina del centro histórico. Son las mejores pepitas del país. Pero a diferencia de ahora, las calles de antes no tenían tanto bache, véase la foto, tomada por la calle de Manuel José Othon en la esquina con Mariano Escobedo. Al fondo vemos el jardín de la Plaza de armas con la torre vieja de la catedral. A la derecha, la casa de Don Efrén del Pozo, ilustre escritor de renombre mundial. Aún se observan las vías del antiguo tranvía de la ciudad tirado por caballos antes y eléctrico después.

En algún momento de su largo existir, cualquier gringo pudo hacer la toma de esta fotografía de la Plaza de Armas coloreada por el artista de la época. Apreciamos la Catedral con una sola torre, que no vemos. A la derecha la casa del Obispo Montes de Oca, hoy es el palacio municipal ocupado por gente ajena a nuestra idiosincrasia. El pueblo de paseo dominical ataviado según la época, la fronda de vetustos árboles ya desaparecidos que daban a la plaza el bonito nombre de Jardín Principal. 


Ojalá este breve recorrido haya despertado en alguno el afán por conocer más historia de su casa citadina. Para mi, en lo que pasa la horrible época de las dizque campañas políticas, que me tienen completamente sin cuidado, seguiré documentándome para brindarles otro recorrido por los años que se fueron y que como avión de Interjet, no pudimos alcanzar.

Hasta La Próxima.

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