LOS MARAVILLOSOS CICLOS QUE SE CIERRAN

Dr. Pedro Alfonso González

Como algunos sabrán, vivo ahora en la calle donde pasé mi infancia. Están las mismas casas; remodeladas en su mayoría, se demolieron otras que dieron paso al único edificio de departamentos que hay en la cuadra. El pequeño arbolito sembrado por los papás de los chaparros Estrada, es ahora un gigantón que se ha abierto paso hacia el cielo, con una extraordinaria fronda y raíces traviesas que ya le rompieron la crisma a la banqueta y amenazan por entrar sin ser invitadas a la casa. La calle no siempre estuvo pavimentada cuando llegamos en 1951, pero esos detalles a los tres años de edad, no tienen, como dijo el artista, la menor importancia. Y aunque ha sido reencarpetada con chapopote del malo, hay vestigios de sitios donde dejamos buena parte de las rodillas de los pantalones y muchas veces de las rodillas mismas.
Nuestra calle. Sin el permiso de Google earth

Igual que la otra.

Al irse poblando la cuadra, los chiquillos en su gran mayoría coincidimos en el mismo colegio. A pié era  la rutina mañanera por calle de terracería donde ya se planeaba asfaltar pues las guarniciones eran altas o por lo menos así nos parecían. Caminata cotidiana tras los hermanos mayores que nos reprendían por venir cambiando estampitas coleccionables que apenas cabían en las pequeñas manos hasta que los gandules de siempre pasaban gritando ¡La montada! arrebatando los fajos de colores. Nos defendíamos solos de esos fraudulentos ataques, solo el llanto y la frustración hacían intervenir a los grandes, quienes en un abrir y cerrar de ojos aplacaban a los abusivos. Y ese era, el peregrinar al colegio donde cumplimos con la elemental primaria en la calle de Benigno Arriaga, que también ha cambiado poco.

En ese entonces como ahora, los papás competían con los otros, en poseer el mejor auto de la colonia, El Ing. Luis Ramírez, el Chevy Bel Air, Don Alejandro Abud su Ford, mi papá un Pontiac hermoso blanco con rojo, como el de la foto.
El Sr. Estrada. andaba a pata,  El Dr. Galarza no se conformaba con cualquier cosa, lucía un Ford 54 y el del Licenciado Narezo, no lo recuerdo, Guacho puede ayudar con ese detalle.  Eso en lo que respecta a la acera poniente de la calle nuestra. Venía después un Liconl Continental del mismo año, de Don David Lozano, en el cual viajamos a su rancho en algunas ocasiones. Don David amigo y protector de toda la chiquillada, era todo un personaje. Como olvidar el Dodge con aletas aerodinámicas del Sr. Ariceaga.
Auto parecido al del Sr. Ariceaga.
No recuerdo los demás autos de la presunción vecinal.

Pero lo importante es que, y a pesar de, haber pasado una época donde las actividades escolares fueron también vespertinas, tuvimos tiempo de emplearnos en los juegos de conjunto. Fútbol
soccer y americano, beis bol, y cuando las chicas aguerridas se incluían pues nunca fuimos misóginos ni xenofóbicos, eran invitadas en los equipos. Claro que ellas jugaban unos cuantos minutos, perdían rápido el interés o entraban llorando a sus casas pues no aguantaban una bonita tacleada aunque fueran del mismo equipo. Al poco rato salía la mamá a reprendernos por ser tan bruscos con las pobrecitas, como si los pellizcos en los brazos se hubieran hecho solos; pero el achuchón y el besito casual en la mejilla quedaban ahí, como trofeo de guerra deportiva.

Al poniente de nuestra cuadra estaban los confines de la ciudad. El pavimento invadió el comienzo de los ejidos de la Tenería. Plantíos de maíz, casas de cartón o lámina y algunas ordas de muchachos peleoneros eran el paisaje de entonces. Con estos tuvimos cruentos enfrentamientos a pedradas, resorterazos y moquetes cuerpo a cuerpo hasta que el Ingeniero Mario Lozano, nuestro vecino, padre de una buena cantidad de hijos, rompió las rencillas incluyendo a los descendientes directos de la brava Guachichila en el lavado de sus autos, en ser mensajeros de sus negocios obligándonos a incluirles en nuestros juegos vespertinos y sabatinos. Poco tiempo pasó para nos acompañaran a las excursiones a la Tenería, hoy parque Tangamanga. Fueron los campeones de tiro con arco, "puntería de apache" sin ser peyorativo, era el nombre de su clan. A la fecha, viven uno o dos de aquellos muchachos de sus propios negocios en los estados unidos con éxito abrumador. Hoy, me siento orgulloso de haber trabado amistad con ellos a pesar de los trompones.

Borrados u ocultos bajo la alfombra de neuronas están los recuerdos. Es cosa de prender la chispa para que se conjunten y saquen a la luz otras anécdotas que por ahora ya no carburaron. Otra vez será, en conjuntar el deseo de recordar que se pelea con el afán cerebral de no poder entretejer lúcidas remembranzas.

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