Dr. Pedro Alfonso González

Les comparto un cuento, que no tiene nada qué ver con la Navidad, pero, para que vean, mis estimados lectores que no pasan de 40, que no he muerto ni he tenido Covid.

¿YA SON LAS DOS?

Bonita es la tertulia con amigos o compañeros de la universidad, juntarse a diario en el café de la Parroquia o donde sea, pero verse sin complejos, sin prejuicios, solo por el gusto de constatar que ese día amanecimos con latidos y sensaciones corporales. Soportar por un instante los reclamos ancestrales de la pareja e ir rumbo a la diversión que produce sentarse a platicar de temas tan serios como los desarmes nucleares o tan frívolos como el chonguito de Lety, la chica que atiende la mesa de los viejitos de las doce. Y precisamente, en esa mesa estará Pepe.

Ese día, como cualquier otro, la plática es de futbol, donde jamás se llega a acuerdo alguno, tema en donde Chinto es experto, bueno, él dice. Pepe, que sabe poco de todo, solamente asiente o niega con la cabeza. Desaprueba que se hable de deportes, política o religión. Con esos temas se le da en la torre al pasatiempo favorito, razón por la cual, no les hace el menor caso, en parte porque es el único que no ha llegado a la viudez, como sus amigos y su pareja le impide ver deporte. Para Pepe es muy gratificante su rutina de los últimos diez años; levantarse, hacerse su café, meterse a la ducha, afeitarse, buscar la ropa, “las galas” como él las nombra, ponerse unas gotas de la fragancia que usa desde hace sesenta años, comerse un par de panes tostados con mantequilla y mermelada, salir en su auto hacia el centro de la ciudad, estacionarse, echar las monedas en el parquímetro para dos horas y cuarto. Camina con soltura, es cuidadoso de no poner en peligro su osamenta, cruza las calles en las esquinas. La sonrisa se le dibuja cuando ve a sus amigos que ya están tomando sus lugares en la mesa de siempre, ve su reloj: 11:58, saluda a todos de mano y se sienta en “su silla” que mira a la plaza.

Ese día, los minutos pasaron en un suspiro. Los temas y las anécdotas fueron como los planetas, a la vuelta y vuelta. Uno de ellos, sabedor del carácter difícil de la esposa de Pepe, le dijo, -Pepe, ya son las dos.

Un vientecillo comenzaba a circular entre las mesas, levantaba breves remolinos, el olor a tierra mojada llegaba a la mesa. Cubrieron su cuenta y al momento de ponerse en pie la lluvia hizo su aparición en grandes gotas. Pepe no llevó, como los demás, el paraguas. Sin despedirse se echó la chamarra sobre la cabeza y salió caminando a pasos cortitos, como si eso significara que corría. ¡Ándale Pepe, que Tilda te descose a trompadas!

No le fue fácil caminar de prisa por el piso mojado de los mosaicos de la plaza, optó por bajar a la calle cuya cantera impedía de por sí, un resbalón. De repente, las nubes grises casi moradas, decidieron aflojar sus estómagos y el diluvio se hizo presente. Un par de cuadras adelante hubo que guarecerse en el quicio de un establecimiento de vinos y tabaco, se acompañó de dos damas que corrieron la misma suerte, una de ellas con el paraguas vuelto al revés, la otra, empapada como mojarra recién pescada. Con la mirada fija en los torrentes, el terceto no decía palabra. La lluvia es hipnótica, a quien no le ha pasado que el fenómeno pasma.

El dueño del establecimiento, un hombre bajito, regordete, un tanto calvo, de bigotillo ralo en actitud amable, les ofreció entrar para secarse un poco. Pepe, con la premura de la hora, no quiso aceptar, pensó continuar en tanto amainara el chubasco. Doña Tilda, era implacable con la llegada de su marido. Le daba a Pepe quince minutos de tolerancia para sentarse a la mesa, y solía ser puntual, pero los imponderables de la vida son así y ni modo, el pobre hombre recibiría su reprimenda, no habría comida para él y ya para qué les cuento.

La lluvia, lejos de calmarse, se convirtió en torrencial aguacero. Tuvo Pepe, que entrar a la tienda pues la banqueta había sido rebasada al punto de que sus zapatos comenzaban a sentir la humedad y los calcetines pronto estarían tan mojados como la señora mojarra de hacía un momento.

Pasó sin chistar, cerró ambas puertas con delicadeza. Juan, así se llamaba el bajito pelón amable, había ofrecido café y galletas a las empapadas damas que estaban ya, muy apoltronadas, de pierna cruzada bebiéndose el café a sorbos con lo que entraban en calor, aparte, el dueño les había servido un chorrito de brandy para concretar la abolición de la hipotermia. Pepe, sentía en ese momento un dolorcito en la boca del estómago, reflejo de su apuro por irse a casa.

Pasaron varios minutos. Las mujeres llevaban ya sendas bolsas con dos botellas de vino tinto y una caja de habanos, que amablemente les endilgó el dueño. No sería un día perdido. Pepe, que se había negado a tomar café, miraba de hito en hito a la puerta con la esperanza de que la lluvia se hubiera ido a fastidiar a otra parte. No le compró nada al chaparrito pues ya era suficiente con llegar tarde a casa si además aparece con vino y habanos, era como firmar el divorcio, que dicho sea de paso, no le vendría mal…bueno, eso pienso yo, que puedo llegar a mi casa a la hora que se me pegue la gana.

Por fin, el chubasco se despedía, dejaba en su lugar, una llovizna ligera que permitió a Pepe, agradecer las atenciones, se despidió de beso y abrazo de las señoras y salió con la rapidez que le permitía el reuma. Dobló la esquina, se acercó a su auto, que para esa hora era el único en la cuadra. Ya más tranquilo, buscó en la bolsa de su chamarra las llaves, pero, de súbito, ve con sorpresa que a su neumático delantero, se aferraba el inmovilizador. Casi le da el infarto al pobre de Pepe.

El verificador de los parquímetros pasó junto a su auto, cinco minutos después, se estacionó con parsimonia, Bajó con dificultad del minúsculo vehículo, era un hombre monumental, decir que pesaba cien kilos era poco atinado, y su estatura, fácilmente un metro noventa. Se acomodó el pantalón a la cintura, caminó hacia el auto de Pepe. El impermeable amarillo evidenciaba que estaba haciendo su trabajo responsablemente. ─No se preocupe señor, ¿trae consigo su credencial de la tercera edad? Pepe buscó en la cartera, se la mostró al agente, este, sacó debajo del poncho amarillo, un block de recibos, garabateó, firmó con un círculo, desprendió una hoja verde extendiéndosela. Pepe miró, no comprendió de qué se trataba pero el agente pollo le señaló con la punta del bolígrafo, el lugar donde parecía decir $100. ─Para usted es el cincuenta por ciento de descuento, pague la multa en el parquímetro y asunto que se acabó, mientras yo le remuevo la araña.

La ciudad era un caos, charcos, embotellamiento, sopor, vidrios empañados, insultos y cien pesos menos en el bolsillo. A Tilda se le acumulaban las explicaciones que iba a recibir.

Para toda la gente guiar un auto en un crucero, representa riesgos, una, porque se debe hacer alto total, dos, respetar la luz del semáforo, y tres, si llueve, incrementar las precauciones. Pepe las infringió totalmente.

Pero vayamos a casa de Pepe, ahí, la mujer, de la ira pasó a la preocupación y a las tres horas, angustia e histeria predominaban. Ella no tenía los números telefónicos de los amigos de su marido además de ser una mujer de gustos apartados, es decir siempre en casa, antisocial totalmente. ¿Qué hacer?

A las diez de la noche Tilda comenzó a hacer llamadas a diferentes lugares. Conociendo a Pepe, llamó primero a la policía. Su esposo era proclive a pelearse con quien fuera que no estuviera en su misma sintonía, pero en realidad el pobre hombre era más tranquilo que un premio nobel de la paz. Con ella sacaba el carácter y solían tener discusiones acaloradas que terminaban con un portazo. No tuvo éxito con la fuerza pública, continuó con los hospitales, sin embargo tenía solamente el viejo directorio telefónico, con esa letra microscópica que para los ojos de Tilda era escurridiza y brincona. Buscó los lentes y la lupa que su marido le regaló en unas navidades a modo de insulto. Logró comunicarse a dos hospitales públicos. Después de permanecer largos minutos de espera, una mujer contestó diciendo que era “Norma de trabajo social a sus órdenes diga usted” en un tono de voz, como de la central camionera. La conversación fue así:

─ Señorita, estoy buscando a mi marido.

─ ¡Ah pillina, te quieres casar!

─ ¡Lagarto! No, estoy buscando a mi esposo, que no ha llegado a casa.

─ ¿Es borracho, tiene demencia o es mujeriego?

─ Tiene setenta y cinco años y no es ninguna de esas cosas, salió a tomar café con sus amigos, regresa siempre a la misma hora y no llega.

Otra larga espera, después del lugar común deme un minutito. La trabajadora le pide el nombre. ¡Matilde Fuenmayor! expresó con cierto hartazgo, odiaba su nombre. No señora, el nombre de su marido…silencio absoluto. En su turbación, angustia y enojo, Tilda olvidó los apellidos de su esposo. Siempre fue Pepe, Pepe para acá, Pepe para allá, Pepe esto, Pepe lo otro, ¡maldito Pepe!

Colgó.

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